Ayer se vivió una de las jornadas de protestas más fuertes de los últimos dos años. En Mar del Plata los disturbios fueron mínimos, pero suficientes para manchar una movilización que se desarrolló sin sobresaltos. Qué pasó y cómo se vivió.
Por Julia Van Gool
@juliavangool
“Esto ya pasó, esto ya lo viví”. Un hombre canoso se quiebra cuando ve un Palacio Municipal rodeado por efectivos policiales y corridas de provocadores y manifestantes. Apenas unos segundos atrás, balas de goma y botellas de vidrio volaban por el aire, mientras cientos de marplatenses volvían a sus casas una vez finalizado el acto en el monumento a San Martín. Al hombre canoso lo abraza uno más joven. A los policías y provocadores los separan varias cuadras de distancia.
La jornada de protestas en rechazo a la reforma previsional impulsada por el gobierno había empezado hacía ya más de cinco horas. Desde temprano se respiraba un clima tenso, heredado de la violencia vivida en las movilizaciones de Buenos Aires la semana pasada y de la nefasta tradición argentina de diciembres tormentosos.
Con los cortes de calles anunciados desde el domingo, algunas personas se manejaban con recelo por el centro de la ciudad, otras directamente prefirieron evitarlo por completo. Eso sí, nadie dejaba de andar sin cuidado, como si la torpeza más insignificante fuese capaz de desatar la peor de las atrocidades. Y así fue, pero no por torpeza.
Cerca del mediodía, cuando en Luro e Yrigoyen recién comenzaban a mostrarse los indicios del clamor popular, un motociclista buscaba hacerse paso entre la aún incipiente columna de organizaciones que le impedía avanzar. Un ida y vuelta con uno de los manifestantes llevó a que otro, que aparentaba ostentar un rol de liderazgo, intercediera.
“Tranquilo, hermano, pasá. Acá no queremos molestar, estamos luchando por todos”, le dice. El motociclista lo mira, balbucea algo por debajo y se va. Casi al instante, la vibración del redoblante vuelve a inundar el ambiente y el hombre que había actuado de mediador se acerca a mí al verme observando la situación.
“Los pibes saben cómo se tienen que portar, antes de cada movilización nos juntamos para que no pase nada”, me asegura, como queriéndome tranquilizar. Yo, en cambio, posaba mi atención en unos siete encapuchados que, separados del resto, conformaban el cordón humano que impedía el paso de automóviles a la altura de San Martín.
Un hombre ciego interrumpe la escena. Uno de los encapuchados le ofrece ayuda para cruzar. A su lado, cuatro efectivos de la Bonaerense miraban de reojo.
Horas más tarde, tras entonada la última estrofa del himno nacional, algunos manifestantes que habían estado horas expresándose en el marco de una movilización sin sobresaltos debieron buscar refugios en el edificio de la facultad de Derecho, sobre la calle 25 de Mayo. A doscientos metros, en la puerta de la Municipalidad, un contenedor parcialmente incendiado, el ruido de vidrios rotos y el estremecedor sonido de armas disparando manchaba una jornada de reclamo pacífico.
Todo pasó muy rápido. Cuando la zona ya estaba casi despejada, el mismo grupo que había llamado mi atención durante la mañana -y que nunca vi participar del acto- tomaron los tres contenedores que habían dispuesto sobre Yrigoyen para impedir el paso de automóviles y los colocaron en las puertas de la Municipalidad. Uno de ellos tiró dentro un elemento que provocó, a los pocos segundos, un estruendo que alertó a todos. Otro, completó la escena arrojando al interior una goma incendiada.
Automáticamente la Municipalidad dejaba de ser custodiada por apenas un puñado de policías de la Bonaerense para pasar a estar rodeada por más de treinta efectivos de Infantería que, preparados con escudos, cascos y armas, terminaban por conformar la imagen que una amplia mayoría pretendía evitar.
El primero en disparar contra los encapuchados fue un policía sin uniforme reglamentario, pero con chaleco y arma. Nadie entendió de dónde salieron. Nadie los vio venir. Aparecieron “de la nada” y a los gritos, lo que provocó que los pocos que estábamos cerca nos quedáramos paralizados.
El grito de una nena me sacó del conflicto. Tenía no más de 7 años y su papá, que estaba al mando de la parrilla que la CTA había apostado en la esquina de Luro e Yrigoyen, la metía a los empujones en el auto en el momento exacto en el que comenzaban las corridas. Mientras la madre luchaba con los nervios para embocar la llave y arrancar, la nena golpeaba el vidrio con una desesperación que me desesperó. Le vi el miedo en los ojos, quería que su papá se alejará de ahí con ella.
La escena no duró más de cinco minutos, pero fue suficiente para profundizar una violencia que nos destroza. Una violencia grosera que, por momentos, sirve para esconder una violencia más profunda y duradera. Esa violencia que hizo que el hombre canoso, con camisa desprolija, con temple cansado, con la voz entrecortada por tanta angustia y por tanto canto de bronca, se quebrara al ver una imagen que solo significa una cosa: perdimos todos.
Con los provocadores ya fuera de vista y con varios efectivos menos que hacía unos segundos atrás, comenzó el desfile de manifestantes que se topaban de imprevisto con una escena que no esperaban.
Una madre y su hijo aparecen a mi lado. Ella mira atónita el despliegue de un operativo de seguridad sin igual. Posa la mirada sobre su hijo, lo agarra fuerte y mientras avanza en dirección a Rivadavia les grita a los efectivos: “A ustedes también les va a llegar”. Se suman las recriminaciones de más personas que observan la escena.
Un auto hidrante tira agua para apagar las llamas que aún quedan en los contenedores y la basura dispersa por la calle. Me siento en uno de los bancos, miro al piso y levanto un cartucho. Miro más adelante y veo a un colega levantando otro. A unos pasos un chico saca una guitarra y se pone a tocar de cara al cordón policial.
Un poco más calma, revivo en mi cabeza las imágenes de un día de trabajo arduo. Recuerdo las marchas de la mañana, las conversaciones con dirigentes, las imágenes de una Buenos Aires con las calles colmadas. Reviví, también, el momento en el que una nena escuchaba por primera vez disparos de balas de goma. Pienso que también fue mi primera vez.
Ayer vi miedo en los ojos de muchos. Lo vi antes de la marcha, cuando la estabilidad social parecía ser un jarrón de la más delicada cristalería. Lo vi durante, cuando sin distinción de edad o postura ideológica cientos de personas hacían sonar sus palmas bajo un sol que no lograba iluminar nada. Lo vi cuando sonaba el himno nacional y un chico joven se sentaba en la vereda a llorar. Lo vi en esa nena que solo quería una cosa: que su papá no tenga, también, ese miedo en los ojos.
Considero que luchar pacíficamente por los derechos de todos es, por sí solo, un acto de amor, pero ayer destaco dos gestos. Primero, el abrazo de ese joven sensibilizado por el temor de un hombre a la posibilidad del retorno de pesadillas pasadas. El segundo, fue el de Alejandro, sanjuanino de 22 años que, a metros mío, tocaba una canción.
Me dijo que había venido a Mar del Plata para estudiar música y que estaba en la movilización cuando las corridas llamaron su atención. También me dijo que tocaba para tranquilizar, para ganarle al sonido del caos que a muchos todavía nos retumbaba en la cabeza.
En el camino a casa, meto las manos en los bolsillos y encuentro un cartucho. Ahí recuerdo que lo había guardado, no sé por qué. Lo examino con cuidado, nunca había visto uno. Más adelante, me paro en un café y espío el televisor que transmitía la sesión del Congreso en vivo. Por momentos, la imagen del legislador de turno era reemplazada por la de las calles de Buenos Aires para después volver a la del recinto de los representantes del pueblo. Afuera, todavía se escuchaban los vestigios de una protesta que no quería terminar.
Amanece un nuevo día, y con la reforma finalmente convertida en ley, pienso: ¿qué veré en los ojos de la gente que me cruce hoy?